—Helena, ¿te sientes mejor, verdad? Me lo dirás si te sientes mal, ¿cierto? —preguntó Noah con preocupación, su voz, revelando el temor que aún lo consumía.
Aún tenía muy presentes las imágenes de aquel fatídico día en el banquete. Recordaba haber encontrado a Helena completamente sonrojada por la fiebre, acorralada por el príncipe Kelim. No había podido hacer nada para ayudarla, y esa impotencia lo había llenado de terror. El pensamiento de no poder protegerla le resultaba insoportable, especialmente al verla sufrir de esa manera.
—Estoy bien, su alteza, no tiene de qué preocuparse. En realidad, creo que me siento mejor que nunca —declaró Helena con suavidad, tratando de calmar la preocupación en los ojos de Noah.
Noah no respondió, pero sus ojos se quedaron fijos en ella. Observó su rubor natural, el brillo en sus ojos… Algo en su mirada le confirmaba que lo que decía era verdad. “No podría soportar perderte”, pensó Noah, mientras, sin darse cuenta, extendía la mano para acariciar delicadamente el rostro de Helena, sus dedos rozando con suavidad su piel.
—Su alteza… ¿Me permitiría…? —preguntó Helena con suavidad, mientras alzaba su mano, acercándola con cuidado al rostro de Noah. Con un gesto tierno, retiró el mechón de cabello oscuro que cubría uno de sus ojos, revelando completamente su mirada profunda.
A pesar de que la maldición ya no pesaba sobre él, el ojo de Noah seguía tan negro como cuando era un pequeño bebé. “Aún no puedo olvidar eso”, pensó Helena, recordando al pequeño Noah, siendo rechazado por el emperador al nacer con aquel ojo oscuro y una prominente joroba. Ese recuerdo seguía doliendo, un símbolo de la crueldad que Noah había soportado desde su nacimiento.
Cuando Helena alzó la mano para apartar el mechón de cabello que cubría el ojo de Noah, él la detuvo, sosteniendo suavemente su mano antes de que lo descubriera por completo.
—¿Su alteza? —preguntó Helena, mientras lo observaba recostado a su lado en la cama.
—Yo aún… —Noah intentaba encontrar las palabras, pero antes de que pudiera continuar, Helena se acercó más y, con un movimiento inesperado, pero suave, le dio un tierno beso en los labios.
El ambiente a su alrededor pareció volverse más cálido de inmediato. Noah, completamente sorprendido por el gesto repentino de Helena, no pudo evitar quedarse en silencio, su mente desorientada, pero su corazón latiendo con fuerza.
—Por favor, su alteza, déjeme verlo —pidió Helena en un susurro, mientras sostenía con cariño la mano de Noah, la misma que había detenido el gesto antes.
Noah, con una mezcla de vacilación y confianza en la mirada de Helena, apartó su mano. Ella observó con detenimiento su ojo negro, aquel símbolo de la maldición que tanto lo había atormentado. “Esto también es parte de la maldición”, pensó Helena, recordando las palabras de la bruja: Que su alma se enrede en las sombras… Cuando la bruja le dijo aquello al emperador, lo primero que le vino a la mente fue este ojo. El oscuro abismo en su mirada parecía absorber toda la luz a su alrededor.
—Te amo… —susurró Helena mientras se acurrucaba contra el pecho de Noah, buscando el calor y la seguridad de sus brazos.
Noah sintió cómo el rubor subía a sus mejillas al escuchar esas palabras, tan simples y poderosas a la vez. Sin decir nada al principio, sonrió con ternura y la envolvió en un abrazo suave, como si temiera romper la delicadeza de aquel momento.
—Yo más —murmuró Noah, acercándose al cabello de Helena y aspirando su fragancia, mientras ella se acomodaba aún más entre sus brazos. Su presencia le traía una paz que pocas veces había conocido.
El silencio entre ellos era cómodo, lleno de significados que no necesitaban palabras. Después de unos minutos de conversación suave, el cansancio venció a ambos. Sin darse cuenta, se quedaron profundamente dormidos, entrelazados en la calma que solo la compañía del otro podía ofrecerles.
La condesa, al visitar a Helena y ver lo sucedido, eligió no intervenir. Sabía que Helena estaba a salvo en los brazos de Noah. En lugar de interrumpir, se retiró a su estudio y continuó trabajando en silencio, consciente de que su hija estaba donde debía estar.
—Su señoría, aquí está el informe que me pidió —anunció el asistente, mientras le entregaba algunos documentos a la condesa, que se encontraba sentada en su escritorio, sumida en pensamientos.
La condesa observaba el informe con atención, su rostro transformándose a medida que leía. A cada línea, la sorpresa y el disgusto se apoderaban de ella. Llevó una mano a su frente en un gesto de incredulidad, tratando de asimilar la gravedad de la situación.
—¿Su señoría? —preguntó Samir, notando la inquietud que emanaba de ella.
—¿Cómo es posible esto, Samir? ¿Has visto este informe? Ya es la tercera joven noble que desaparece desde el banquete… y ahora esto —la condesa dejó el papel sobre su escritorio, respirando hondo para calmarse—. Las familias de las desaparecidas han comenzado a recibir cajas… con mechones de cabello ensangrentado. Esto es demasiado.
Se apoyó en el respaldo de su asiento, la frustración y preocupación reflejada claramente en sus ojos. Las desapariciones eran inquietantes por sí mismas, pero las cajas, con esos rastros de sangre, añadían un nivel de crueldad que la dejaba sin palabras.
Samir bajó la mirada, sintiendo el peso de la situación. Con un gesto cuidadoso, se acercó a ella y le ofreció una pequeña taza de té caliente, con la esperanza de que algo de calidez pudiera aliviar la tensión que veía en su semblante.
—Tómese un momento, su señoría —sugirió Samir, asegurándose de que la taza estuviera al alcance para que la condesa pudiera tomarla sin esfuerzo.
Ella agradeció el gesto con un leve asentimiento, llevando la taza a sus labios, dejando que el vapor caliente le envolviera el rostro. Sin embargo, el sabor del té no lograba calmar la tormenta que se desataba en su mente. El informe en sus manos parecía quemarle, y la preocupación por lo que eso significaba no la dejaba en paz.
—Su señoría, siento que esto es demasiado extraño. Todas estas desapariciones comenzaron después del banquete. La gente podría empezar a sospechar de su alteza, el príncipe Noah… —Samir hizo una pausa, eligiendo sus palabras con cautela—. Debemos investigar esto a fondo para descubrir qué está ocurriendo. Las familias nobles están aterradas, especialmente después de que esas cajas aparecieron en las puertas de sus mansiones. El cabello de sus hijas… manchado con sangre.
La condesa cerró los ojos, luchando por contener la creciente preocupación. La conexión con el banquete y la reputación ya frágil de Noah la atormentaban.
—Debemos investigar esto a fondo. No podemos permitir que estos rumores se extiendan sin control —continuó Samir, su voz tranquila pero firme—. Si estas desapariciones siguen, y esas cajas siguen apareciendo… será difícil mantener la paz en el imperio.
El asistente se inclinó en señal de respeto antes de marcharse, dejando a la condesa sola en su estudio, rodeada de documentos que parecían cada vez más pesados. El silencio del lugar contrastaba con la tormenta de pensamientos que se arremolinaban en su mente. Dio un profundo suspiro, dejando escapar parte de la tensión acumulada.
Lentamente, su mirada se desvió hacia un pequeño retrato que reposaba sobre su escritorio. Lo tomó con delicadeza, como si sostuviera algo frágil. En el retrato, la imagen de su difunto esposo, el conde, la observaba con esa mirada tranquila que tanto había amado. Su cabello, del mismo color que el de Helena, la envolvía en recuerdos. “Querido, he encontrado a una niña que me recuerda mucho a ti”, pensó mientras sus dedos acariciaban el marco. “Esa esencia que la rodea… es como la tuya. Siempre quisimos tener una hija, y aunque es tarde, creo que al fin he encontrado a una joven digna de ser nuestra hija.”
Las emociones que había mantenido ocultas durante tanto tiempo afloraron en su corazón. “Por favor, cariño… ayúdame. Dame la fuerza para poder protegerla a ella y a quienes ama”, imploró en silencio, sintiendo la calidez de los recuerdos y el peso de su responsabilidad.
Con una sonrisa suave, pero cargada de melancolía, la condesa acercó el retrato a sus labios y le dio un tierno beso, como si en ese pequeño gesto pudiera sentir la presencia de su esposo, quien hacía tanto tiempo había partido. Aun con la imagen de él en sus manos, la condesa sintió una renovada determinación. No permitiría que nada ni nadie dañara a Helena. No después de todo lo que había ocurrido, al haberla visto tan enferma luego de regresar del palacio.
A la mañana siguiente, Helena se despertó lentamente, los primeros rayos de sol filtrándose a través de las cortinas de su nueva habitación. Parpadeó un par de veces, acostumbrándose a la luz suave que iluminaba el espacio. Se giró en la cama, esperando ver a Noah todavía a su lado, pero se encontró sola. Un pequeño suspiro escapó de sus labios. “Debe haberse ido temprano,” pensó, intentando ahogar la ligera decepción que sintió al no encontrarlo allí.
Al poco tiempo, un suave toque en la puerta interrumpió sus pensamientos.
—Señorita Helena, la condesa, la invita a tomar el desayuno en el comedor —anunció una sirvienta con voz amable.
Helena asintió, agradeciendo el aviso, y se preparó para salir de la habitación. Al llegar al comedor, encontró a la condesa ya sentada en la mesa, junto al duque, quien la saludó con una cálida sonrisa al verla entrar.
—Buenos días, querida —la saludó la condesa con una sonrisa cálida—. Siéntate, por favor. Noah salió temprano, pero quería que descansaras un poco más.
Helena se sentó, agradecida por la hospitalidad. Las criadas se movían con destreza, sirviendo una variedad de panes, frutas y té. El ambiente era tranquilo, pero Helena no pudo evitar notar una ligera tensión en el aire.
La condesa intercambió una mirada con el duque antes de dirigirse a Helena.
—Helena, hay algo importante de lo que necesitamos hablar contigo —comenzó la condesa, su voz más firme pero suave—. Desde el banquete en el palacio, han ocurrido ciertos… eventos en el imperio que no podemos ignorar.
Helena alzó la mirada, intrigada por el cambio en la conversación. La condesa tomó un sorbo de té antes de continuar.
—Varias jóvenes nobles han desaparecido. Hasta ahora, han sido tres —dijo, su tono, reflejando la preocupación que sentía—. Las desapariciones comenzaron justo después del banquete, y lo que ha ocurrido después ha dejado a las familias nobles aterrorizadas.
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