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Me convertí en la sirvienta del príncipe olvidado (Novela) – Capitulo 71

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Helena se sentó frente al escritorio, observando la hoja de papel en blanco por un momento. Sus pensamientos volaron hacia sus hermanos, aquellos que ahora vivían en el castillo abandonado en la frontera, el castillo de Noah. Esos niños, que se habían convertido en su familia, significaban el mundo para ella. Había crecido junto a ellos, protegiéndolos, cuidándolos como si fueran sus propios hermanos. Y aunque ahora estaba lejos, no pasaba un solo día sin pensar en ellos.

Tomó la pluma con delicadeza y, con una sonrisa suave, comenzó a escribir. La carta sería breve, pero llena de amor y cariño, como siempre lo hacía al comunicarse con ellos.

Queridos hermanos,

Espero que todos se encuentren bien. No saben cuánto los extraño y cuánto pienso en ustedes cada día. Me gustaría estar ahí con ustedes, viendo sus sonrisas y compartiendo nuestros momentos como lo hacíamos antes.

Quería decirles que estoy bien, he tenido días difíciles como seguramente ya les ha contado su alteza, pero saber que los tengo a todos ustedes me da la fuerza para seguir adelante. Espero que hayan probado las recetas nuevas que enseñé la última vez. Recuerden ayudarse siempre, y cuiden de los más pequeños, como siempre han hecho.

Por favor, cuéntenme cómo están. Me alegraría mucho saber que todos están bien y que siguen haciendo del castillo un lugar lleno de alegría y risas. Prometo que pronto iré a visitarlos, y espero poder llevarles algo especial.

Con mucho cariño, Helena

Helena terminó de leer la carta, una pequeña sonrisa asomando en sus labios. Sabía que la carta llegaría rápidamente gracias al portal mágico que usaba el duque para enviar mensajes a la frontera. Aunque las distancias fueran largas, ese portal permitía que las cartas y objetos pequeños viajaran de manera casi instantánea, algo que siempre le daba tranquilidad al saber que sus palabras llegarían pronto a sus hermanos.

Suspiró, pensando por un momento, en las piedras de comunicación de maná, una tecnología mágica que muchos nobles utilizaban para comunicarse a largas distancias. Sin embargo, en la frontera, estas piedras eran increíblemente preciadas y escasas. No se usaban para conversaciones comunes, ya que su poder era vital para proteger las defensas del castillo y los alrededores, especialmente con los constantes peligros que acechaban en esa región.

“Esas piedras son demasiado valiosas allí”, pensó Helena. Aunque le hubiera gustado hablar directamente con sus hermanos, sabía que no podía pedirles que desperdiciaran recursos tan importantes para una simple conversación. Además, escribir una carta siempre le daba la oportunidad de reflexionar con más calma lo que quería decirles, algo que con las piedras de maná no era posible.

“Les llegará pronto,” pensó mientras dejaba él sobre el escritorio, lista para que lo enviaran a través del portal mágico a la mañana siguiente.

Se levantó de la silla, estirándose un poco después de haber escrito la carta. Se sentía más ligera, sabiendo que pronto tendría noticias de sus hermanos. La frontera podía ser un lugar inhóspito y frío, pero con ellos allí, siempre había sentido que era un hogar lleno de calidez y vida.

“Por ahora, es la mejor manera de mantenernos en contacto,” se dijo, aliviada de tener al menos esa opción para saber de ellos, aunque deseara poder verlos en persona pronto.

Helena apagó la luz del escritorio y se dejó caer en la cama, sintiendo cómo el cansancio finalmente la alcanzaba. Se envolvió en las mantas, dejando que sus pensamientos se calmaran, y poco a poco, el sueño se apoderó de ella, con la promesa de que pronto sabría de su querida familia.

El sueño la envolvió con suavidad, llevándola lentamente a un lugar distante, hasta que las imágenes comenzaron a tomar forma a su alrededor. Lo primero que escuchó fue un grito, agudo y lleno de pánico. El sonido la hizo girar, buscando el origen del caos que la rodeaba.

Helena se encontraba en lo que parecía ser una fiesta al aire libre. Las luces colgaban en guirnaldas, iluminando mesas llenas de alimentos y decoraciones elegantes, pero el ambiente festivo estaba teñido por la confusión y el terror. Las damas y señoritas nobles corrían, sus vestidos ondeando tras ellas mientras buscaban refugio. Los caballeros se movían con rapidez, desenfundando sus espadas, sus rostros tensos y alertas mientras se preparaban para enfrentar, algo que Helena no alcanzaba a ver.

“¿Qué está pasando?”, pensó, pero su voz no resonaba en el sueño. Solo podía observar, atrapada en esa escena de desesperación.

Trató de avanzar, de atravesar la multitud, pero todo parecía moverse demasiado rápido. A medida que caminaba, los gritos y los sonidos de espadas chocando contra algo se intensificaban, creando una cacofonía que resonaba en su mente como una advertencia urgente. Un miedo inexplicable comenzó a apoderarse de ella, haciéndole sentir que debía huir, pero sus pies seguían moviéndose hacia el centro del caos.

De repente, entre la multitud, distinguió una figura que la hizo detenerse. Era la hija del emperador, la princesa Naira, su vestido de gala ahora manchado y desgarrado y su pequeño cuerpo temblando por el miedo. La joven gritaba, su voz quebrada y llena de desesperación, extendiendo una mano hacia algo que Helena no podía ver, como si intentara detener lo inevitable.

Helena quiso correr hacia ella, pero sus piernas no respondían. Algo la mantenía en el lugar, obligándola a presenciar aquella escena. El aire se volvió denso, y una sensación de peligro inminente la envolvió, como si algo oscuro estuviera a punto de desatarse.

Y entonces, la oscuridad la invadió por completo. Todo lo que había visto desapareció en un instante, sumido en una negrura tan profunda que Helena sintió como si se hubiera quedado ciega. Un silencio absoluto reemplazó los gritos, como si el mundo hubiera sido tragado por una sombra inmensa. Su respiración se volvió pesada, y su corazón latía con fuerza, golpeando su pecho con un ritmo frenético.

“¿Qué significa esto?”, pensó, intentando entender lo que acababa de presenciar. Pero antes de que pudiera formular una respuesta, algo comenzó a surgir de esa oscuridad, una presencia que se acercaba lentamente, como si la buscara, como si supiera exactamente dónde estaba.

Helena despertó de golpe, incorporándose en la cama con el corazón frenético en su pecho. Su respiración era rápida y entrecortada, y sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la luz de la habitación. El sueño la había dejado inquieta, la sensación de oscuridad aun aferrándose a sus pensamientos como un mal presagio.

Se llevó una mano al pecho, intentando calmarse, pero las imágenes del sueño seguían girando en su mente. La hija del emperador, los gritos, la oscuridad que lo consumía todo… No era la primera vez que tenía sueños extraños, pero este había sido diferente. Ya no parecía solo un sueño; esto parecía ser… más real.

Helena sabía que no debía ignorarlo. Había algo en ese sueño que intentaba advertirle de algo, aunque aún no pudiera entenderlo del todo.

Cuando la mañana llegó, Helena se levantó con el cuerpo algo tenso, las sombras de la pesadilla aún rondando en su mente. El sueño había sido tan vívido que parecía más una premonición que una simple pesadilla. «Debo hablar con la condesa y el duque,» pensó, decidida a no dejar pasar lo que había visto.

Después de prepararse, se dirigió al salón donde sabía que ambos solían reunirse durante la mañana. Al llegar, encontró a la condesa y al duque ya conversando en voz baja, sus rostros serios pero tranquilos. Al verla entrar, le hicieron un gesto para que se uniera a ellos.

—Buenos días, Helena —la saludó la condesa con una leve sonrisa, aunque su expresión delataba que algo grave ocupaba su mente.

—Buenos días —respondió Helena, tomando asiento frente a ellos, tratando de sacudirse los rastros de inquietud que aún sentía tras el sueño.

El duque fue el primero en hablar, su tono firme pero cuidadoso.

—Queríamos informarte sobre las investigaciones —dijo, inclinándose un poco hacia adelante—. Nuestros caballeros ya han comenzado a patrullar algunas calles de la capital para asegurarse de que las personas estén más seguras, especialmente después de las desapariciones recientes.

Helena asintió lentamente. La tensión en la capital había sido palpable desde que las tres jóvenes nobles desaparecieron sin dejar rastro, y las cajas macabras que habían sido enviadas a sus familias no hacían más que aumentar el temor de la gente. Saber que los caballeros del duque estaban resguardando las calles le daba un ligero consuelo.

—Hoy no hemos tenido noticias de más desapariciones —añadió la condesa, su tono grave—. Sin embargo, una de las familias afectadas ha celebrado ya un funeral para su hija. Las otras dos se niegan a aceptar que sus hijas estén muertas.

Helena frunció el ceño, comprendiendo el dolor que esas familias debían estar enfrentando. Las cajas que habían recibido contenían mechones de cabello ensangrentado, con pequeños trozos de cuero cabelludo aún adheridos, cortados con brutalidad. Era suficiente para que algunos aceptaran la muerte de sus hijas, pero no todos podían resignarse tan fácilmente.

—Dos de esas familias —continuó el duque, mirando a Helena— han solicitado una audiencia con su majestad el emperador para pedir ayuda, pero él las ha rechazado. Ha delegado la investigación a su hijo, el príncipe Kuzel.

Helena alzó la vista, sorprendida al escuchar que el príncipe Kuzel se encargaría personalmente de la investigación. No lo conocía muy bien, ya que solo lo había visto una vez, pero había aprendido sobre él a través de las enseñanzas de la condesa y el duque, así como de las historias que circulaban en la capital. Se sabía que era el mejor estudiante de la academia, conocido por ser inteligente, eficiente y pulcro en todo lo que hacía. También se decía que era un hombre serio y sereno, que siempre mantenía la calma, sin dejarse llevar por las emociones.

—El príncipe Kuzel ha tomado el control del caso —añadió el duque—, y aunque ha tratado de consolar a las familias, ha sido claro en afirmar que es muy probable que las jóvenes ya no estén con vida. En ese punto, la condesa y yo estamos de acuerdo. Es difícil aceptar esta realidad, pero los indicios no son alentadores.

La condesa dejó escapar un suspiro, cruzando las manos sobre su regazo.

—Lo que me parece más desconcertante, Helena, es que el príncipe Kuzel ha ofrecido una gran suma de dinero como compensación por el dolor que están sufriendo las familias —dijo, con un toque de inquietud en su tono—. Es inusual que Kuzel muestre este tipo de sensibilidad. Siempre ha sido pragmático, casi distante en este tipo de situaciones. Que ofrezca dinero… parece más un intento de calmar las aguas que un acto de compasión genuina.

Helena frunció ligeramente el ceño al escuchar esas palabras, y la condesa continuó.

—Es como si el príncipe quisiera que las familias dejaran de reclamar, que aceptaran el destino de sus hijas sin hacer más preguntas ni causar revuelo —añadió, su voz volviéndose más seria—. No sé qué es lo que pretende con esto, pero parece estar ofreciendo esta compensación para apaciguar a los nobles y evitar que las desapariciones se conviertan en un tema más conflictivo en la corte.

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Chapter 71