El rostro de Jamir no mostró emoción alguna ante las palabras del emperador. Jamir asintió lentamente, comprendiendo el peso de las palabras del emperador. No había espacio para objeciones, y tampoco para dudas. La decisión estaba tomada, y el destino del niño en el vientre de la emperatriz Faria estaba sellado. Con un leve gesto de la mano, el hechicero comenzó los preparativos, murmurando palabras arcanas mientras el aire de la habitación se tornaba denso y pesado.
Helena sintió una opresión en el pecho al escuchar aquellas palabras. La sensación de estar siendo arrastrada en medio de ese momento histórico, aunque fuera solo un sueño, le causaba una angustia insoportable. Y antes de que pudiera procesar más, el escenario cambió una vez más.
Helena ahora estaba en una habitación iluminada por la tenue luz del amanecer. El ambiente estaba cargado de tristeza. En el centro de la habitación, una mujer joven, con lágrimas corriendo por sus mejillas, sostenía un pequeño bebé en sus brazos. Helena la reconoció al instante: la emperatriz Faria, aunque mucho más joven que cuando la había visto en el banquete. Su belleza seguía siendo innegable, pero la desesperación en su rostro la hacía parecer rota.
Helena se acercó, su mirada posándose en el pequeño ser en los brazos de la emperatriz. Su corazón dio un vuelco al ver al bebé. Era un recién nacido, con un cuerpo frágil, pero una evidente deformidad en su espalda. Uno de sus ojos, completamente oscuro, parecía un pozo sin fondo, mientras que el otro brillaba con una inquietante claridad. “Ese bebé… ¿Es su alteza Noah?” Pensó Helena, sintiendo una mezcla de horror y compasión. Ahora entendía todo. El bebé había nacido marcado por la maldición que el emperador le había transferido, condenándolo antes incluso de tomar su primer aliento.
—¿Por qué su majestad…? ¡Él es su hijo! —gritaba la emperatriz entre sollozos, su voz desgarradora—. ¡Noah es su hijo!
Helena observó, desconcertada y llena de angustia, cómo el emperador, después de haber transferido su maldición al niño mientras aún estaba en el vientre de Faria, se recuperó rápidamente. Sin embargo, cuando vio al niño deformado en los brazos de su esposa, solo sintió desprecio. A pesar de saber que la condición del pequeño Noah se debía a la maldición que él mismo había transferido, no podía soportar la idea de que un emperador tan poderoso como él tuviera un hijo defectuoso.
Su mirada fría se posó sobre el niño, y el desprecio en sus ojos era evidente. Para él, Noah ya no era su hijo; era una abominación, una marca de la maldición que había preferido deshacerse. La única solución que veía era alejarlo de su vida.
—Que sea enviado a la frontera —ordenó con dureza, sin mostrar compasión—. Ese lugar es lo único que le espera a alguien como él— Hablo, el emperador, con el suficiente veneno como para que la emperatriz Faria lo escuchara.
Sus palabras la hicieron temblar. La tristeza en su rostro se transformó en desesperación.
—¡No! —rogó la emperatriz—. ¡No puedes hacer esto! ¡Es su hijo, nuestro hijo! ¡No puedes enviarlo lejos!
El emperador la miró con frialdad y sin piedad.
—Un hijo defectuoso como este no tiene lugar en mi palacio —declaró, con una dureza que parecía inhumana—. Será enviado a la frontera, donde no pueda causar vergüenza a mi linaje.
Faria gritó, aferrándose a Noah con todas sus fuerzas, pero fue en vano. El emperador ya había tomado su decisión.
Helena observó la escena con un nudo en la garganta. Comprendía, finalmente, todo el dolor y sufrimiento que Noah había cargado desde su nacimiento. A pesar de ser solo un bebé, Noah ya había sido marcado por su destino cruel. Incluso en su corta vida, ya había sobrevivido a múltiples intentos de asesinato, todos frustrados por los leales sirvientes de la emperatriz. Una de sus damas de compañía había perdido un brazo al proteger al príncipe, mientras que otro sirviente había perdido a su esposa.
El emperador, indiferente al sufrimiento que había causado, había decidido que Noah sería enviado a un castillo en la frontera, lejos de la capital y de la protección de su madre.
Helena pudo sentir el odio y el desprecio del emperador hacia su propio hijo, pero lo que más le dolió fue el profundo amor que Faria sentía por Noah. Verla suplicando, con las manos temblorosas, ante un hombre que no tenía intención alguna de ceder a sus ruegos, desgarraba el corazón de Helena.
Con el tiempo, el emperador tomó a otra mujer como su esposa, Mahira, quien se convirtió en la nueva reina. Con ella, tuvo tres hijos: dos príncipes y una princesa. Estos niños, a ojos del emperador, eran perfectos. No había maldición que los afectara, ni deformidades que los marcaran como “defectuosos”. Eran, en su mente, dignos herederos al trono.
La emperatriz Faria, destrozada por la pérdida de su hijo y la indiferencia del emperador, intentó muchas veces obtener permiso para ir a ver a Noah en la frontera, pero siempre fue recibida con amenazas. Una vez, en un arranque de desesperación, suplicó ante el emperador para poder ver a su hijo. La respuesta de él fue fría y calculadora.
—Si osas salir de este palacio —la advirtió con una mirada helada—, deberás olvidar la alianza que te trajo aquí desde tu reino. Y peor aún, si te atreves a desafiarme, mataré a tu padre, a tu hermano… y, lo que es peor, mataré incluso al príncipe Noah.
La emperatriz Faria quedó paralizada por esas palabras, atrapada entre el amor por su hijo y el miedo a las crueles represalias del emperador. Helena podía ver la lucha interna en sus ojos, el dolor de una madre que se encontraba impotente ante la crueldad de un hombre que, en teoría, debería haber amado y protegido a su propio hijo. Helena sintió una oleada de rabia. Estaba viendo no solo el sufrimiento de Noah, sino también la crueldad de un hombre dispuesto a sacrificar todo por mantener su poder intacto.
La escena frente a Helena comenzó a desvanecerse lentamente. Las lágrimas de la emperatriz Faria y los crueles gestos del emperador desaparecieron hasta que la oscuridad lo consumió todo. De repente, Helena se encontraba sola, envuelta en una oscuridad absoluta, donde ni siquiera su propia figura parecía tener forma.
—¿Dónde… estoy? —murmuró, su voz resonando en el vacío.
El silencio que la rodeaba fue reemplazado por murmullos distantes. Helena tensó su cuerpo, intentando ubicar las voces, pero estas resonaban de todas partes, creciendo cada vez más hasta convertirse en gritos desgarradores. La desesperación y el sufrimiento parecían atravesar su alma.
Dando pasos cautelosos, Helena comenzó a caminar hacia las voces, sintiendo un extraño llamado. Cuanto más se acercaba, más fuerte se hacían los gritos. Fue entonces que, en medio de la oscuridad, notó una llama que flotaba solitaria, iluminando vagamente el vacío alrededor de ella.
Al acercarse a la llama, los gritos se suavizaron, y entre ellos pudo distinguir una voz clara, resonante, cargada de amargura. Era la misma voz de la mujer que había maldecido al emperador. Helena contuvo la respiración, escuchando con atención.
De repente, otras voces se unieron, diferentes, pero todas llenas de dolor y rabia. Y, entonces, le hablaron directamente a Helena.
—Él… debe pagar… por lo que ha hecho… —susurraba la voz entrecortada, llena de odio y rencor.
Pero no era la única. Pronto, otras voces comenzaron a emerger de la llama, entrelazándose en un cántico que parecía formar una sinfonía de dolor y venganza.
—Helena… —susurró una de las voces—. Eres la última descendiente de nuestro pueblo…—dijeron, sus palabras vibrando en el aire—. Ya no queda nadie más con la sangre de las brujas.
Helena sintió que sus rodillas temblaban al escuchar esas palabras. La oscuridad se apretaba a su alrededor, haciéndola sentir diminuta e impotente ante la inmensidad de lo que le estaban revelando.
—Nuestra sangre corre por tus venas… —continuaron las voces—. Los dones de nuestro pueblo aún viven en ti. Tus dones, apenas emergieron, y están creando el caos en tu interior. Ellos están despertando, y es por eso que has caído enferma. Pero no temas…, nosotras te daremos el último vestigio de nuestra fuerza.
La llama frente a Helena comenzó a intensificarse, y su calor envolvió su piel, no quemándola, sino llenándola de una energía abrumadora. Cada palabra que escuchaba parecía encender algo dentro de ella.
—Te daremos la fuerza que necesitas para vengar a nuestro pueblo, para acabar con el hombre que ha traído tanto dolor y destrucción.
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