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Me convertí en la sirvienta del príncipe olvidado (Novela) – Capitulo 62

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Helena comenzó a sumergirse más profundamente en su inconsciencia, su mente atrapada en una pesadilla que la arrastraba hacia el pasado. Helena caminaba entre la multitud en pánico, sus pies apenas tocando el suelo mientras las voces y los gritos la envolvían. Era un pequeño pueblo escondido en medio de un frondoso bosque, pero ahora, todo lo que podía ver eran llamas que ascendían vorazmente por las casas de madera. El olor a humo y carne quemada llenaba el aire, haciéndola toser y entrecerrar los ojos en un intento desesperado por enfocar la escena caótica a su alrededor.

Caballeros imperiales, corrían de un lado a otro, atacando sin piedad a los aldeanos indefensos. Las espadas cortaban la carne, y los gritos de los inocentes resonaban en el aire mientras las llamas devoraban todo a su paso. Helena intentaba avanzar, pero el horror a su alrededor la hacía sentir como si cada paso la anclara más profundamente en aquel infierno.

De repente, un sonido ensordecedor la hizo girarse. Una mujer yacía en el suelo, observando con lágrimas en los ojos la casa en llamas frente a ella. Helena siguió la mirada de la mujer y, al hacerlo, sintió una punzada de desesperación. Los gritos desde el interior de la casa eran inconfundibles: los padres y hermanos de la mujer perecían en el incendio, junto con su hija recién nacida. La escena era insoportable.

La mujer volteó, con una expresión desgarradora, y su mirada se posó en un hombre que estaba de pie frente a ella. Helena lo reconoció al instante, aunque su apariencia era distinta. Era el emperador, pero mucho más joven, con al menos veinte años menos. Su rostro, más nítido y lleno de vitalidad, estaba ahora manchado de sangre, su expresión era gélida mientras observaba la masacre que sus órdenes habían desencadenado.

—¡No! —gritó la mujer, su voz rota por el dolor—. ¡Mis hermanos… mis padres… mi pequeña…!

El emperador no mostró piedad ni emoción. Solo avanzó hacia ella, su espada en mano, listo para acabar con su vida. Helena retrocedió instintivamente, su corazón latiendo con fuerza, sintiendo que estaba presenciando algo que no debía ver. Todo esto se sentía demasiado real.

Un caballero que se encontraba junto al emperador murmuró algo, llamando la atención de Helena.

—Este lugar… es Bavedor, la ciudad oculta… Su majestad creo que este es el último lugar donde existen personas así.

Las palabras resonaron en su mente como un eco lejano. Helena miró a su alrededor nuevamente. Bavedor… el nombre resultaba familiar y la devastación frente a ella era palpable. El fuego y la muerte lo rodeaban todo.

La mujer en el suelo, sin embargo, no se acobardó. Sus ojos llenos de furia se clavaron en el emperador, y su voz se alzó con una fuerza que parecía surgir desde lo más profundo de su alma.

—¡Emperador! —gritó, con el pecho hinchado de ira—. ¡Tus manos están manchadas con la sangre de mi pueblo, y ahora, cargarás sobre ti el dolor que has sembrado! ¡Tus días serán oscuros, y tus noches, un tormento sin fin! ¡Que tu alma se enrede en las sombras que has creado, y que el sufrimiento sea tu única compañía! ¡Que la maldición caiga sobre ti como una sombra imborrable!

La mujer, con los brazos extendidos hacia el cielo, parecía llamar a fuerzas mucho más allá de lo terrenal. Helena sintió una energía oscura que envolvía el ambiente, haciendo el aire se llenara de una tensión insoportable.

El emperador frunció el ceño, molesto, su mano temblaba ligeramente sobre la empuñadura de su espada.

—¡Bruja insolente! —espetó con desdén—. ¿Cómo te atreves a hablar así en mi presencia? Tus palabras vacías no me asustan. Que una maldición sea tu última plegaria… ¡AHORA DESAPARECE!

El emperador, con un movimiento implacable, alzó su espada y la descendió sin piedad sobre la mujer, terminando con su vida en un solo golpe. La sangre se esparció por el suelo, y el cuerpo sin aliento cayó en un silencio que contrastaba con el caos que aún reinaba en el pueblo. Con una expresión de satisfacción fría, el emperador contempló el cadáver con una sonrisa cruel dibujándose en sus labios.

—Tus palabras son tan débiles como tu pueblo —murmuró el emperador, burlándose de su último aliento mientras observaba el cuerpo inmóvil ante él—. Maldecirme… —soltó una carcajada amarga—. ¡Si tuvieras el poder, afirmas, habrías detenido esto!

Uno de los caballeros que había estado observando desde la retaguardia dio un paso al frente, sus ojos brillando con preocupación. Tragó saliva antes de hablar en voz baja.

—Su majestad… si esta mujer pertenece a esta aldea, entonces tal vez… podría ser una descendiente de las brujas… Ella podría…

El emperador lo interrumpió bruscamente, se giró hacia él con una sonrisa burlona en su rostro. Se acercó al caballero, dejando que la punta de su espada rozara el suelo manchado de sangre.

—¿Una bruja? —se mofó—. Si realmente lo fuera, ¿por qué no me detuvo cuando maté a toda su familia? —Una risa fría escapó de sus labios, resonando en el aire cargado de muerte y destrucción.

El emperador había destruido esa aldea por una razón: se decía que en Bavedor nacían brujas, mujeres con dones extraños y poderes que podrían desafiar al imperio. No podía permitir que nada ni nadie tuviera más poder que él, así que decidió eliminar cualquier posible amenaza. Cada aldea, cada reino, y cada pueblo que podría representar un peligro para su autoridad fueron aniquilados sin piedad.

Mientras Helena contemplaba la escena, el paisaje a su alrededor comenzó a desvanecerse, arrastrándola a otra visión. El fuego y la destrucción dieron paso a un ambiente sombrío y opresivo. Estaba en una habitación oscura, apenas iluminada por unas pocas velas parpadeantes. El aire estaba cargado de una pesadez sofocante, y Helena sintió un nudo en el estómago al reconocer al hombre que yacía en la cama: el emperador.

El emperador parecía completamente diferente al hombre que había visto antes. Su piel estaba pálida y sudorosa, y su cuerpo temblaba de manera incontrolable. Se aferraba a las sábanas con una fuerza que sugería un dolor indescriptible. Sus ojos estaban hundidos, y había una expresión de angustia grabada en su rostro.

—¡No puedo soportar este peso! —gimió, con voz rota—. La fiebre… los dolores… no cesan. Y cuando cierro los ojos… —Su voz se convirtió en un susurro lleno de terror—. Los gritos… ¡Los gritos no me dejan en paz!

Sus manos temblaban mientras trataba de levantarse de la cama, solo para colapsar de nuevo, aferrándose al colchón como si fuera su única salvación. Su cuerpo estaba agotado, y sus noches eran un tormento sin fin. Cada vez que cerraba los ojos, era acosado por sueños oscuros y gritos que maldecían su nombre, llenando su mente con promesas de sufrimiento eterno.

La puerta de la habitación se abrió con un leve chirrido, y un hombre delgado, con cabello y ojos verdes, y ropajes oscuros y una mirada calculadora, entró en la estancia. Se inclinó con respeto ante el emperador.

—Buenas tardes, su majestad —dijo con una voz suave pero firme—. Es un honor que yo, Jamir, un simple hechicero, haya sido convocado por usted.

El emperador lo miró con ojos desesperados, como si aquel hombre fuera su última esperanza.

—He visto a muchos médicos… —gruñó el emperador, su voz áspera y debilitada—. Ninguno ha podido aliviar mi dolor. ¿Sabes tú cómo hacerlo?

Jamir lo observó detenidamente antes de hablar.

—Su majestad… soy solo un hechicero, pero haré lo posible por aliviar su dolor. Sin embargo… —hizo una pausa, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras—. He analizado su condición y temo que una profunda maldición recae sobre usted. —Las palabras flotaron en el aire como una sentencia ineludible—. La única alternativa que encuentro para salvarlo de su dolor… es transferir la maldición a un ser de su misma sangre.

Al escuchar las palabras del hechicero, el emperador sintió una fría determinación invadir su ser. La posibilidad de transferir la maldición a otro, aunque fuese su propio hijo por nacer, lo llenó de alivio. Jamir lo miraba con calma, esperando una respuesta, mientras el emperador procesaba las implicaciones de la oferta.

—No me importa quién cargue con la maldición —dijo con una voz seca y cruel—. Mientras no sea yo, el sufrimiento de otro no me interesa, ni siquiera si es el cuerpo de mi propio hijo. Haz lo que debas, hechicero.

El rostro de Jamir no mostró emoción alguna ante las palabras del emperador. Jamir asintió lentamente, comprendiendo el peso de las palabras del emperador. No había espacio para objeciones, y tampoco para dudas. La decisión estaba tomada, y el destino del niño en el vientre de la emperatriz Faria estaba sellado. Con un leve gesto de la mano, el hechicero comenzó los preparativos, murmurando palabras arcanas mientras el aire de la habitación se tornaba denso y pesado.

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Chapter 62